martes, 25 de marzo de 2008

EL ENIGMÁTICO TEMPLO DE ABYDOS Y LOS MISTERIOS DE OSIRIS

MARAVILLAS DE EGIPTO

EL TEMPLO DE SETHI I EN ABYDOS Y EL OSIREION

I


El misterioso e imponente templo de Sethi I en Abydos, impacta no solo por su situación, ligeramente más elevada que el nivel del suelo, sino también por su atípica disposición interna, y la fachada porticada por pilares cuadrados que hoy nos ofrece, debido a la desaparición de pilonos.

No vamos a entrar en la descripción del edificio, ya que para nada pretendemos hacer el ejercicio de una monográfica guía de viajes. A nosotros, lo que de verdad nos interesa, es introducirnos en los entresijos columnarios que nos hablan de recónditos secretos y arcanos insondables, propiciados, tanto por la impenetrable y descomunal arquitectura, asentamiento de ocultos ritos, como por los sagrados y mágicos misterios de Osiris, el bondadoso dios de la muerte y de la resurrección en el Antiguo Egipto, algunos miles de años antes de que el mítico Jesús cristiano, con parecida encomienda soteriológica, asociada en este caso, a Mitra y al mismo Osiris, hiciese su aparición en la convulsa Judea, versus Roma, en el confuso escenario Macabeo y augusteo tiberiano, del refrito religioso de Oriente Medio, propiciado por la tumultuosa situación, propia de aquel desaguisado territorial, producido por la política agresiva, militarista y colonizadora de las poderosas legiones romanas que se enseñoreaban de los territorios, y destructoras de credos y ritos, y todo el occidente de los territorios imperiales, colonizando ese cristianismo con su mito sangriento, hasta las lejanas tierras de la Iberia y la Lusitania, situadas en el extremo sudoccidental de una Europa en la que ya languidecía el druidismo, llegando, aunque con menos fuerza y determinación, y muchas más dificultades, hasta las hiperbóreas y húmedas islas casitérides y la Britania, y las más frías tierras del centro y lejano norte de Europa. Tras abolir, o más bien someter, dentro a veces, de una esperpéntica convivencia, los credos y religiones célticos anteriores, y entre los que ya los mitos de Isis y Osiris, importados por Roma, antes de la aparición del cristianismo, desde el Egipto milenario, habrían trufado, de manera muy singular, las tierras y tribus de Europa, Oriente Medio, y norte de África.





II


Desde remotísimas épocas, que se remontan, por lo menos, a tiempos protohistóricos, en el ámbito de la civilización egipcia, los ritos osiríacos están ya documentados, al menos por material pétreo, en cuyos signos y símbolos se nos desvela la realidad de esta antiquísima creencia. Aunque nada queda en el territorio genuino de Osiris, del antiguo templo dedicado a Él, fue, sin embargo, mencionado por Heródoto (484-420 a.d. C.), erigido en la ciudad de origen del dios, la actual Abusir, que los griegos llamaron Busiris, situada en el centro del Delta, deformación del antiguo nombre egipcio Per-Usir (Casa de Osiris)

Después del fratricidio cometido por Seth, el envidioso hermano de Osiris, a quien asesinó por segunda vez, el cuerpo de este, ahora, fue desmembrado por el malvado, y enterrados los trozos por él, tratando de sustraerlos a su esposa, y hermana de ambos, la desconsolada Isis, quien ya había encontrado el cadáver entero de su difunto marido después del primer crimen cometido por el odiado Seth. Todos esos restos, y cada uno de ellos, fueron distribuidos, en la intención de ocultarlos, y dificultar, de esa manera la búsqueda, enterrándolos por todos los nomos (provincias) del sagrado suelo de Khemet (Egipto).

Se levantaron santuarios en todos aquellos lugares, en los que su esposa y hermana Isis, había ido descubriendo los mal inhumados restos de su amado esposo. Sólo uno había desaparecido, el falo. Unos peces del Nilo se lo habían comido. Isis, la gran maga, consigue con sus artes, activar un pene inexistente, quedando milagrosamente embarazada del dios muerto y sin miembro generador físico. Todo el suelo de Egipto, tras la erección de aquellos santuarios, edificados sobre las halladas reliquias del dios, quedando de esa manera, bajo la protección de la beneficiosa divinidad, quien, entre otras muchas cosas, había enseñado a la humanidad todo lo relativo a los trabajos agrícolas y ganaderos. Había puesto asimismo en conocimiento del hombre, la magia y sabrosura, propias de aquel líquido, que procedente de la uva fermentada, se convertía en vino. La alegría del corazón de los hombres, y según decían, camino de verdad, después de haber ingerido la dosis adecuada para cada caso. Por otro lado, había también revelado, en compañía de su paredra Isis, los conocimientos médicos, y la técnica maravillosa de embalsamar cadáveres. Asegurando al mismo tiempo la posibilidad de una existencia permanente, por la gracia misma de sus nuevas atribuciones, adquiridas tras su violenta muerte, su paso purificador por los infiernos, y su posterior renacimiento, en la resurrección destinada a una vida eterna, como premio a una conducta intachable, durante el paso de los seres por la vida terrena.

De todos aquellos santuarios, uno habría de ser el que durante siglos, alrededor de dos mil años, se haría con el monopolio del culto al gran dios Osiris. Ese lugar era Abdu (Abydos). Abdu, significa en la antigua lengua faraónica: “La Colina de la Cabeza de Osiris”. Se desprende de lo dicho, que en ese lugar, y según la tradición y las creencias, es donde fue hallada la cabeza del descuartizado cuerpo del dios. La parte más importante de un cuerpo, la cabeza, habría por ello de dar a este emplazamiento el punto focal y casi único, de veneración del dios, al menos hasta el período tardío. (En época Ptolemaica, será el templo de Philae, dedicado al culto de Isis, y sobre todo, su vecino erigido en la isla de Bigga, al oeste de la hoy sumergida isla de Philae, y al sur de Aegilkia, sede actualmente de los templos de Philae, dedicado a los ritos de Osiris, los que relevarán al de Abydos, cayendo este casi en desuso). Se convierte Abydos, paulatinamente, desde épocas muy lejanas, que se pierden en las dos primeras dinastías faraónicas, las Thinitas, en el centro de culto más relevante de Osiris. Los demás sitios en los que se habían hallado las otras partes del cadáver divino, y en los que se habían erigido templos más o menos importantes, permanecerán como centros de culto únicamente local.

En las cercanías del templo de Sethi I en Abydos, están las llamadas colinas rojizas, donde existe una aldea; Omm El Ga’ab, que significa: “Madre de los Pucheros”. Es aquí donde se encuentran las tumbas, o quizás cenotafios, de los reyes Thinitas, de la primera y segunda dinastías (3200-2686 a.d.C.). Esta zona formaba parte del VIII nomo del Alto Egipto, muy cerca de la antiquísima capital predinástica, Thinis.

Es muy probable, que la cercanía y la fuerza, que emanan de una capitalidad de tradición tan remota, haya influido para determinar la importancia de ese lugar. Quizás algún compromiso político después de la unión del país, y del traslado de la capital al norte; Memphis, Ity-Tawi, y como resultado de pactos, se acordaría que ese lugar de Abydos habría de ser el punto álgido y determinado para la veneración y culto de la divinidad más querida de aquella sociedad, y en todos sus niveles, la del Bello-Osiris; Osiris-Unnefer. Los monarcas necesitaban, al igual que los humildes, al menos a partir de finales del Imperio Antiguo, época en que la religión se democratiza y alcanza a todos los seres, cosa que hasta entonces parece ser que solo los monarcas y sus más allegados tenían derecho, a la trascendencia en una vida de ultratumba, la anuencia de Osiris para ser perdonados, y renacer, después de la muerte terrena, a la brillante y eterna luz, en los maravillosos y feraces Campos de Ialú.

Como quiera que fuese, la importancia de Abydos, desde al menos las dinastías IV y V, iría en ascenso a través de los siglos. Durante la dinastía XIX, el faraón Sethi I, decide levantar en el emplazamiento de una antigua estructura cultual, su grandioso templo dedicado al dios del norte Osiris, en un lugar donde desde épocas inmemoriales, se rendía culto al dios chacal Khentamentiu, con similares atribuciones. Este dios local es desplazado para dejar su sitio al advenedizo del norte. Hasta la dinastía XII, al menos, no se levantó templo alguno dedicado expresamente a Osiris en este lugar. Se le rendía culto asociado con Khentamentiu. Es en ese momento, durante la XII dinastía, cuando el templo, edificado en ladrillo, con algunos elementos en piedra, allí existente y dedicado a Khentamentiu transfiere sus atribuciones al dios de Busiris. Si bien, también es cierto, nunca se pudo erradicar al nocturno Khentamentiu, quien era considerado en la zona, “El Primero entre los Occidentales”, que quiere decir que era la divinidad protectora de los muertos, y que de muchas maneras continuó recibiendo honores, aunque muy por debajo del triunfante y glorificado Osiris, configurado ya como protector del faraonato, sobre todo en la figura de su hijo póstumo, Horus, en quien se convierte cada faraón una vez investido como monarca de las Dos Tierras, y habido con su hermana y esposa Isis, ambos, en compañía de Seth y Nephtis, hijos de Geb, el dios Tierra, y de Nut, la diosa celeste. Por lo tanto biznietos de Rè de Iunnu (Heliópolis), la mónada primigenia que origina el panteón solar de Heliópolis o la Enéada.

El compromiso político entre el Norte y el Sur, el Bajo y el Alto Egipto, colocando el centro mismo del culto osiríaco en Abydos, que es lo mismo que decir el Vaticano para los católicos, y no es que los monarcas debiesen residir allí, lo mismo que el papa en el Vaticano, y desde allí impartir gobierno y doctrina, no, no es eso, va mucho más allá, y además su desarrollo fue lento. La monarquía faraónica es totalmente osiríaca, sin ese mito no podría comprenderse, y quizás jamás hubiera existido como la conocemos. Los atributos regios son los símbolos del pastoreo, el cayado y el espantamoscas de Osiris, lo mismo que todo el ritual que se desprende de la iconografía y letanías dispuestas en los vendajes de la momia, talismanes, ataúdes, y sarcófagos, tanto de los empaquetados y áureos enterramientos reales, como de los más humildes hoyos mortuorios practicados en las arenas del desierto, en donde el difunto era inhumado acompañado de algunas letanías osiríacas inscritas en papiro, que andando el tiempo, darán lugar al “Libro de los Muertos”. No, el rey no morará en Abydos. (Si bien, como en cualquiera de los grandes templos de Egipto, dispondrá de una residencia palaciega fija, que aunque vinculada físicamente al edificio sagrado, y situada dentro del temenos, quedará fuera de los muros propios del templo, pero con acceso directo). Pero el compromiso le obligará a levantar un cenotafio o tumba vacía en ese lugar, exactamente igual a aquella en que su cuerpo sea enterrado, al menos, si no la estructura arquitectónica, sí una enorme estela pétrea con todas las inscripciones y títulos propios del monarca, rindiendo tributo al sacrosanto lugar donde descansa la cabeza del Bello Osiris, Osiris Unnefer. Todos los monarcas embellecen el lugar de Abydos. A partir de Khufu, de quien se encontró allí una pequeña estatuilla de marfil (museo del Cairo), los faraones posteriores, Neferkare Pepi II del Imperio Antiguo, dinastía VI, Nebhepetre Mentuhotep I, Imperio Medio, dinastía XI, se suceden en el edificio diferentes añadidos y capillas realizadas por la mayoría de los reyes, pero como ya dijimos, será Sethi I, Men-Maat-Rè, de la XIX dinastía quien erija un templo de proporciones y belleza extraordinarias. Fue rematado por su hijo Ramsés II, quien a su vez levantó otro, dedicado al mismo dios Osiris en las cercanías, algo más al norte, en el límite con las arenas del desierto, y qué si bien no alcanza la belleza del templo de Abydos por antonomasia que, sin duda es el de Sethi I, podemos decir que quizás sea una de las realizaciones más bellas de entre los numerosos templos levantados por el gran Ramsés II, User-Maat-Rè- Satepenre. De este templo de Ramsés II, procede la fragmentaria lista de reyes que hoy se encuentra en el Museo Británico en Londres.

III


Las seis divinidades, más Osiris, que disfrutan de culto en el sagrado edificio, con su propio santuario cada una de ellas, no debe hacernos creer que la finalidad de cultos es confusa o equitativamente repartida, de ninguna manera, es a Osiris como dios benefactor y protector de la corona, así como de la perennidad occidental del monarca, a quien está dedicado expresamente este prodigioso templo, en el que además del santuario situado entre los siete, cuenta Osiris, con santuario trinitario compartido, en espacios propios, y contiguos, con su esposa Isis y su hijo Horus.

Los siete santuarios dispuestos al frente, y ocupando toda la anchura entre los muros laterales del templo, y al fondo de la segunda sala hipóstila, corresponden de izquierda a derecha a las siguientes divinidades: 1, al mismo Sethi I divinizado, 2, Ptah, 3, Re-Harakhty, 4, Amón-Rè, 5, Osiris, 6, Isis, 7, Horus. Detrás de la capilla número 5, destinada a Osiris, existe un pequeño pasadizo que nos conduce, en la parte más profunda del templo, a las estancias de Osiris propiamente dichas, la principal de ellas sostenida por diez columnas, situada en el centro y luego, los extremos distribuidos en tres pequeños santuarios de la tríada osiríaca, la trinidad compuesta por: padre Osiris, madre Isis, y el hijo divino Horus. Se ha dispuesto también, al inicio del brazo más corto de la L, planta del edificio, un recinto que consta de tres espacios. El más amplio y largo, con acceso a nuestra izquierda, desde la segunda sala hipóstila, dedicado a Ptah-Sokar, hace de antesala de los dos más pequeños y misteriosos, dedicados, el de la derecha, al mismo Ptah-Sokar, y el de la izquierda a su hijo Nefertum, aquel que renace dentro de la flor del loto, símbolo de la resurrección, y que aflora abriéndose al contacto con la luz del sol, emergiendo desde las profundidades cenagosas, insondables y oscuras, sobre las aguas del sagrado Nilo. Justo detrás, y en el exterior, a pocos pasos de distancia, se encuentra el llamado Osireión, una estructura misteriosa, enterrada en la arena con una especie de islote pétreo central, rodeado de agua, que quizás simbolice la colina primordial, emergida de las burbujeantes aguas pantanosas, durante la eclosión creadora del universo egipcio, y lugar primigenio de todo el desarrollo de la creación divina.

El techo de la sala-isla, del Osireión, posee una abertura central que permite la entrada de la luz solar, cuya energía hará germinar la mata de cebada plantada sobre el montículo primordial, y que habría de recrear, como parte culminante, misteriosa e interna de los ritos de regeneración, la resurrección del difunto Osiris.

Los primeros arqueólogos en condiciones, que excavaron en este lugar de Abydos, É. Amelineau 1895-96, y Flinders Petrie 1900-1, descubrieron una serie de tumbas y estructuras para uso de culto mortuorio, pertenecientes a las primeras dinastías, pero lo que resulta más atractivo y misterioso es aquella estructura situada detrás del templo, hundida en la arena, ya que se pensó, en un principio, que debía ser la tumba que albergaría la cabeza de Osiris. De ahí que le sobreviniera el nombre de Osireión. También el hecho de encontrar entre las inscripciones de sus muros y pilares, el nombre del faraón Sethi I, hizo creer que se trataba, posiblemente de un cenotafio de ese monarca. Nada de ello resultó cierto, y a día de hoy, todavía, después de complicadas especulaciones y estudios, que duran algo más de un siglo, no sabemos con certeza, cual era la finalidad de tan extraña y sumergida estructura.

Acerca de las colinas rojizas y Omm El Ga’ab, o Madre de los Pucheros, cercanas al templo, entre este y la necrópolis, que antes habíamos comentado, diremos que tales cosas tienen su fundamento en que todo egipcio de aquella época, al menos una vez en la vida estaba obligado a visitar, lo mismo que hoy La Meca para los musulmanes, o uno de los tres santos lugares para los cristianos, Jerusalén, Roma, y Santiago de Compostela, el santo lugar de Abydos.

Si por las circunstancias que fuesen, no se podía hacer el viaje, entonces se encargaba a alguien que realizase el periplo sacro, de llevar un puchero, o cualquier otro elemento cerámico y depositarlo con su nombre en aquel lugar santificado. Por otro lado, los más pudientes, erigían durante sus visitas al lugar, estelas talladas en diferente tipo de piedra, inscritas con todos sus nombres, cargos y titulaturas como ofrenda a Osiris, el dios martirizado, muerto y resucitado.

IV


Como no podía ser de otra manera, en este templo se reproducían, al menos una vez al año, y en las fechas apropiadas, la pasión, muerte y resurrección del asesinado dios. Era la semana de la Pasión del Dios, su Semana Santa, que culminaba, tras la tristeza de su asesinato y descuartizamiento, con los ritos triunfantes y gloriosos de la resurrección de Osiris, como promesa indiscutible de eternidad para todos los seres, pero con especial atención para el monarca. El eterno retorno se desarrollaba con todo el boato misterioso y hermético dentro del templo y entre los iniciados, los grandes sacerdotes, y sobre todo, con la participación necesaria del monarca, ya que él, como hijo de los dioses, y siendo por ello de la misma sustancia, resultaba como algo insustituible para aquellos ritos propios del renacimiento eterno, al contar de esa manera, durante aquellos oficios, con el dios vivo, el dios encarnado en todos y en cada uno de los faraones de Egipto. La teología regia, y la propia esencia del faraonato, se fundamentaban, más que en otros, en estos misterios osiríacos.

La erección de un enorme pilar cargado de simbolismo cósmico y que formaba parte, en su apariencia, del fetiche de Abydos, halado por el faraón y sus gentes luchando contra la parte enemiga que lideraba un sacerdote de Seth, el asesino de Osiris, culminaba en la erección de dicho pilar como símbolo indiscutible de la resurrección del dios, y al mismo tiempo quedaba, a perpetuidad, restablecida la armonía y equilibrio cósmicos. La luz de la verdad, la Maat, triunfaba sobre el caos producido por Seth, el maligno, y sus seguidores. Seth-Tifón, el monstruo asesino, quien tratando de devorar a la luna, representación del ojo de Horus, ocasiona las fases del satélite terráqueo y sus eclipses. Después de los bocados que el maligno le procura hasta su desaparición, renaciendo triunfante, la noche de luna nueva, y desarrollándose durante los prometedores crecientes lunares, para volver a brillar rutilante el día del plenilunio, como símbolo inequívoco, del ciclo de la muerte, vencida por la vida que renace.

De nuevo la rosada aurora anunciaba al país y a sus moradores la luz deslumbrante de un nuevo día. Prodigio hecho realidad, y originado en los herméticos y profundos misterios de Osiris. El dios Seth, con toda su corte de aliados rebeldes, el malvado y destructor hermano, formaba también, parte importante en la representación de todo el ritual interno del templo. Herméticas fórmulas mágicas, y la lectura de textos sacros, en donde los sacerdotes de ambos, Seth y Osiris, y aún también los de Horus Harendotes (Horus el vengador de su padre), determinaban un enfrentamiento teológico, cuajado de aquel misterio bélico, propio del enfrentamiento entre esas grandes divinidades. Todo ello dentro del ámbito iconográfico del que estaban investidas todas aquellas imágenes, símbolos de una representación violenta incruenta. No así, como en las representaciones que se desarrollaban en el exterior, enfrentándose en diferentes tipos de combates y pugnas físicas que propiciaban algún que otro descalabro, y que de alguna manera trataban de representar la violenta y desgarradora lucha entre Seth y su sobrino Horus, hijo del sacrificado Osiris. El resultado de tales disputas, tanto las internas y teológicas, como las más violentas en el exterior, concluían con el triunfo del bien, representado por Osiris y su hijo Horus, sobre el mal que representaba Seth-Tiphón y sus aliados en la desestabilizadora conspiración divina, a la búsqueda del caos cósmico.

Las gentes en el entorno del Enorme templo, enarbolando los estandartes y fetiches de sus cofradías, que por millares se reunían en los alrededores del templo, habiendo ya presenciado, durante días, representaciones místicas, más o menos teatrales, y enfrentadas entre los miembros de ambas divinidades, Osiris y Seth, que recreaban la pasión, muerte y resurrección triunfante del dios, participaban, por fin, de la alegría comunicada por los sacerdotes desde las alturas de aquellos pilonos, que a modo de las dos colinas de oriente permiten pasar al sol por entre el hueco intermedio protegido sobre el dintel del gran portalón de entrada, por un disco alado. El sol naciente, el triunfo de la gran luminaria celeste, símbolo de Horus Harendotes, el vengador de su padre, y representación de la luz más prístina y brillante del sol que calienta y vivifica todo lo que se mueve y existe sobre la superficie de la tierra.

La reliquia más preciada de los despojos de Osiris, su cabeza, era venerada aquí en Abydos, el resto de ellas estaban repartidas por todo el territorio de Egipto, exceptuando, como ya sabemos el falo procreador comido por unos peces del Nilo, el pagro y el oxirrinco, después de todas las maniobras realizadas por Seth, a la búsqueda de la destrucción y eliminación de su buen hermano Osiris.

Resulta innegable de donde procede la tradición católica de veneración de las reliquias de santos y santas. Allí, en Egipto, durante la estancia de los cristianos, que fue muy prolongada, donde pudieron todavía, antes del siglo IV, y aún en este, durante los largos años de convivencia de las dos religiones, nutrirse de tales cosas, comprobando que la unidad del suelo de Egipto como nación, se debió en parte, al establecimiento de los distintos despojos del cuerpo de Osiris, por toda la geografía destinada a la unión nacional, erigiendo un templo santuario en el lugar donde se hallaron cada uno de los trozos del dios. De esta manera, lo mismo que hará más tarde el alumno romano, Constantino el grande y siguientes, con la unión de los territorios imperiales romanos, y lo que siguió a la decadencia militar y política del imperio, que si bien perdió ese tipo de control central, no así aquel del unitarismo religioso católico, basado en parte en los santuarios católicos repartidos por todo el imperio dedicados a las reliquias de santos, mártires, y santas de su acerbo, algunas veces verdaderas, pero muchas más falsas, y otras reiteradas, pero que al hacerlo en diferentes y entre sí, alejados lugares, prometía no descubrir el fraude.

Las tres divinidades ctónicas asociadas; Ptah-Sokar-Osiris, aunque si bien Osiris, es de procedencia solar, al ser biznieto del dios Rè, una vez muerto a manos de su hermano, y bajado a los infiernos donde se purifica, pasa a reinar en ultratumba y a convertirse en la divinidad protectora de los muertos, y quien dará paso a las almas bondadosas, despojadas, después de la muerte, de la carcasa humana, hacia la vida eterna. Su asociación, durante le Imperio Antiguo con Ptah, el dios herrero y patrón de Memphis, con profundas connotaciones ctónicas, y con el indiscutible Sokar dios de los muertos de la región de Menphis, divinidad masculina directamente relacionada con el fabuloso y desconocido mundo subterráneo donde la muerte es soberana, y de quienes no pudieron prescindir los equipos de sacerdotes dedicados a la creación y a la recreación posterior del mito osiríaco, dan una nueva fuerza y brío a todo el ritual misterioso de la resurrección, que se ve reforzado por esas antiquísimas divinidades, cuyo origen se pierde en la noche más oscura y alejada de los tiempos. Pero que duda cabe, que aquellos pactos entre conquistadores y unificadores del territorio, para no humillar a las costumbres y tradiciones locales, fueron los que indudablemente consiguieron un sincretismo tal que habría de satisfacer a todas las partes. Una política muy hábil, tolerante y respetuosa, será la que se desprenda de estas y otras muchas cosas propias del Antiguo y milenario Egipto de los faraones, fuente inagotable de enseñanza de todas las civilizaciones posteriores. Ese, y no otro, es el misterio y el enigma que esconde la verdad inquebrantable de una civilización que practicó, al menos de manera habitual, exceptuando momentos muy puntuales de fanatismo político religioso, ejemplo la reforma amárnica y la contrarreforma subsiguiente, así como la posterior contaminación extranjera, la concordia y el buen hacer entre sus gentes y sus dirigentes, y la diversidad de sus territorios y creencias. Es ese el gran misterio de su duración en el tiempo, y que además nos transmita, todavía hoy y como siempre, la magia y el hechizo subyugador que emana de su obra y de su recuerdo imperecedero.

Una de las curiosidades de importancia que tenemos también en este templo es la lista real con los cartuchos de setenta y seis reyes, al frente de la cual figura el rey Sethi I, tocado con la corona militar regia, habitualmente de color azul, llamada Kheperesh, portando un incensario encendido en su mano izquierda, mientras que con la derecha parece dirigir el acto ritual que secunda su hijo y heredero Ramsés (Ramsés II), quien, delante de su padre, y con la trenza lateral de la infancia, adornando su cabeza, está leyendo fórmulas salmodiadas, escritas sobre un rollo de papiro abierto que el príncipe despliega entre sus infantiles manos.

A este corredor de la lista real, se accede, saliendo a la izquierda, al fondo de la segunda sala hipóstila, y torciendo el segundo corredor a la izquierda de nuevo. Está situado enfrente del pasillo que da salida al templo en dirección al Osireión, donde se encuentra un hermoso bajorrelieve con Ramsés II y su hijo Amón-hr-Khopshef, muerto prematuramente, derribando y atando a un toro destinado al sacrificio.

Y ya para terminar, desde aquí, recomiendo para aquellas personas interesadas en los misterios de Isis y Osiris, lean la obra de Plutarco de Queronea (46-120 AD) “De Isis y Osiris,” una de las obras más bellas del autor griego y sacerdote de Apolo, como uno de los títulos de sus obras de carácter moral (Ethika).

Eduardo Fernández Rivas
Fiunchedo; 19-06-2007

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