viernes, 7 de marzo de 2008

AMARNA'S AFFAIR


“ENTRE LAS RUINAS DE EGIPTO”

AMARNA´S AFFAIR
I


La revolución amarniana y sus líderes, los atonianos Akhenaten (XVIII dinastía; 1358-1340 a.d.C.) y su esposa, la hermosa Nefertiti, su nombre completo, Nefer-Neferuaten-Nefertiti, mas o menos traducido por “La Belleza-que-Viene-de-Lejos”, ha sido desde siempre uno de los más apasionantes capítulos de la historia del antiguo Egipto, no solo por lo que de innovador supone, en los aspectos, político, artístico, religioso y militar, con todo lo que ello conlleva en todos los ámbitos del ya de por si complicado sistema faraónico, por otro lado, una de las culturas mas burocráticas que el ser humano haya desarrollado desde los inicios de la civilización.

No debemos olvidar el momento en que esta revolución tiene lugar. Epoca en que el faraonato era ya una institución milenaria, las pirámides eran ya monumentos que pertenecían a un pasado remotísimo, más de mil años habían transcurrido, desde su construcción, al menos las de la meseta de Guiza, IV dinastía, pleno Imperio Antiguo, esta espléndida cumbre de la civilización humana, una de las primeras manifestaciones de la brillantez del cerebro del hombre, asociado en una colectividad productora de resultados, todavía apreciables en las tremendas moles pétreas, así como en otros ejemplos menos ostensibles, pero no por ello menos importantes, como pueden ser, documentos, ya escritos en piedra, papiro, o en cualquier otro soporte, y otros restos arqueológicos, que nos hablan de aquel tiempo como algo casi mítico por la grandeza, no solo física en lo monumental, si no también en el nivel que los códigos de ética y moral alcanzaron en aquellos momentos. “La Piedra de Palermo”, es quizás uno de los ejemplos más significativos de lo que estamos diciendo, es un trozo de diorita anfibólica que nos muestra los anales regios, por ello de carácter oficial. Entre otras cosas se cita el viaje del rey Snefru, padre de Kheops, a Siria. Este fragmento arqueológico permanece en el museo de Palermo desde 1877, está escrita por las dos caras, comenzando por los nombres de los reyes predinásticos antes de la unión de las dos tierras, el Alto y Bajo Egipto, continuando con el período dinástico hasta mediados de la V dinastía. No vamos a entrar ahora en la descripción minuciosa de este fragmento de una laja de diorita. No es nuestro cometido en este trabajo. Solo queríamos apuntar las épocas espléndidas que el Egipto faraónico creó y disfrutó, así también como estrepitosas caídas, como la desmembración del Imperio Antiguo en la VI dinastía, y última de este período, pasar años muy duros, con el país dividido en principados enzarzados en luchas domésticas y destructivas, para renacer de nuevo en el también brillante Imperio Medio, con familias reinantes que nada envidiaron a sus ancestros, son los Montuhotep, Amenemhat o los Sesostris, quienes encumbraron de nuevo al doble país a momentos culminantes. Fue durante este período cuando se colocan las primeras piedras del que pasando los años llegaría a ser el grandioso complejo templario del Karnac.

El Imperio Medio cayó también, los Hyksos con sus rápidos carros de guerra, tirados por unos animales desconocidos para los egipcios, los caballos, corrían veloces como el rayo, desbaratando a las perplejas divisiones de infantería egipcia. Aturdidos ante esta arma nueva, proveniente del Asia Anterior, los ejércitos de faraón sucumben ante la contundencia de estos carros de guerra, y quizás también otra arma secreta tuvo mucho que ver en ello, el hierro, las espadas de los invasores habían sido forjadas con este material. Las espadas egipcias, de bronce, se derretían literalmente ante los golpes contundentes del hierro asiático.

Los invasores ocupan la mayor parte del territorio egipcio, solo al sur de la sagrada tierra de Kemet, en la lejana Tebas, y los nomos más meridionales permanecerán en manos nativas. Mas de un siglo los humillados egipcios sufrirán en sus carnes, y en su amada tierra, lugar donde emergiera del caos primigenio la colina, la primera tierra seca, allí donde el demiurgo desplegó toda su labor creadora, se sufría este terrible oprobio. El más sagrado de todos los lugares de Egipto estaba en poder de los bárbaros extranjeros, Anu, el asiento divino de Re, el venerado lugar de Ptah-Tatanen, la primera tierra emergida, Ptah, el dios menfita, bajo el nombre de Tatanen era en esencia la colina primigenia. Él, Ptah de Menfis era quien había creado todo lo que existe, hizo nacer a los dioses, y fue el sentimiento y la palabra de Heliópolis (Anu).

Después de todas estas cosas, la posterior reconquista del territorio, y expulsión del invasor por el ejército reunido por Sekenenre, muerto de manera trágica en una de las batallas contra los asiáticos, relevado por su hijo Kamés, muerto asimismo en la contienda, y tomado el mando por el joven Ahmés, su hermano, el país es liberado. Se instaura la XVIII dinastía. Egipto inicia uno de los períodos más brillantes de su historia, el Imperio Nuevo comienza con una fuerza inusitada, desplegando unos sistemas de seguridad exterior como nunca antes se habían conocido en el país. Había aprendido que sus fronteras, al menos por Asia, habría que defenderlas, la lección había sido bien amarga, jamás sería olvidada por la clase dirigente en todos los años futuros.

Para entonces uno de los pilares del sistema faraónico, la religión, ya se había democratizado. No solamente los reyes tenían derecho a la resurrección, como en el Imperio Antiguo. No es que Re, el monárquico dios tutelar, el principio solar de las antiguas familias reales hubiese decaído, de ninguna manera, seguiría siendo la divinidad destinada a la casta más refinada y culta, sería el dios de la aristocracia, de la realeza y por ello de la clase, teológicamente hablando, más erudita, una entidad divina tan abstracta que solo los cerebros capacitados, no solo por suerte de la naturaleza, sino también para los formados y educados en las universidades templarias, próximas al poder. No, no decayó Re, pero si subió vertiginosamente, una divinidad que a principios del Imperio Antiguo era bastante obscura, ella sería la que igualaría a todos los seres, al menos humanos, y en alguna medida incluso los hermanaría en la realidad de otra vida con el mismísimo dios encarnado, el faraón. Esta ascendente divinidad, y que ya nunca perdería su protagonismo, extendiéndose hasta el día de hoy, con ciertos cambios y metamorfosis en el cristiano Jesús. Aquella divinidad era Osiris.

Todos los hombres a su muerte se convertían en un Osiris, incluso el mismo monarca. Osiris después de innumerables peripecias que desembocan en su pasión, muerte, y posterior resurrección se convierte en el garante de la vida de ultratumba, él decide, después de haber sometido al difunto a un juicio, ayudado por otras divinidades (Psicostasia, capítulo CXXV del Libro de los Muertos), y de ello, parece ser que ni el rey se libraba. Osiris daba el pasaporte al paraíso, (Los Campos de Ialu), o bien lo negaba, aunque yo no conozco papiro alguno donde esta segunda posibilidad negativa, se lleve a efecto.

El Imperio Medio, lo mismo que el antiguo, también había levantado pirámides para inhumar a sus reyes. En una ristra se extendían, y se extienden, desde Abú-Roash, al noroeste de Guizeh, hasta el-Lahun, pirámide de Sesostris II, XII dinastía, esta como la de Hawara, de Amenemhat III, XI dinastía, Imperio Medio, están situadas casi al borde del Bahr Yusuf (Canal de José).

Toda esta grandeza tumularia, todo este despliegue de ingeniería en la construcción de superestructuras funerarias piramidales, alcanzó sin duda alguna su culmen con las tres de la meseta de Guizeh de la IV dinastía, las conocidas de Cheops, Chefren y Micerinos, nombres helenizados de Khufu, Khaf-Re y Menkhaure. Las demás pirámides que se construyeron a finales del Imperio Antiguo, y durante el Medio, sufrieron una considerable pérdida en la calidad de los materiales, así como en el diseño y resultado de las mismas. Desde Zóser y su hombre de confianza, ministro, médico y arquitecto, Imhotep, artífice de la gran pirámide escalonada de Sakkara, elemento principal del temenos funerario del rey Zóser de la III dinastía, habían pasado muchos siglos hasta la aparición de la dinastía XVIII y los protagonistas de nuestro trabajo, Akhenaten y su familia. La pirámide escalonada de Imhotep fue el primer ensayo serio, tanto por sus dimensiones colosales, resultado de reformados en el transcurso de su construcción, como del concepto aéreo de elevar el espíritu del rey difunto hacia los espacios superiores, donde según la concepción teológica realizada por los grandes sacerdotes de Heliópolis (Anu), Re, la gran divinidad de todo el panteón faraónico, moraba, dentro de una estructura de forma piramidal.

La diversificación arquitectónica del culto funerario regio, después de la IV dinastía, reflejada en la construcción novedosa de los templos solares, pudo ser una de las causas físicas del empobrecimiento de las construcciones piramidales, puesto que el tesoro real no alcanzaría para dar la antigua brillantez de las pirámides a ambas estructuras. Por otro lado el ascenso, como antes apuntábamos, del dios Osiris, divinidad que regía los designios de ultratumba desde las regiones subterráneas cercanas a la superficie, y dentro de las cuales el cuerpo momificado del rey, después de una complicada metamorfosis concluía en desplegar un espíritu aéreo, que en forma de escarabajo salía a la luz, confundiéndose con el sol en el momento del orto helíaco, incorporándose a la barca de Re, que en las horas diurnas cruza el firmamento azul en las tres manifestaciones de, Khepri, el amanecer, Re-Harahkti, el mediodía, y Atum, el cansado sol del crepúsculo. Sin duda la creciente ascensión en la dirección funeraria de la antigua deidad de Buto, ya dentro del Imperio Medio, queda consolidada con el advenimiento de la XVIII dinastía, familia que inaugura el luminoso e inigualable Imperio Nuevo, época en la que se acrisola todo el conocimiento acumulado durante unos dos milenios, al menos, de historia practicamente faraónica.

Es justamente en estos momentos, cuando ya la dinastía de los Amenhotep y los Tuthmés, los símbolos regios más carismáticos de este periodo, durante la plena madurez del imperio, y de esta familia, cuando ningún país del entorno osaría poner en duda la hegemonía político militar y religiosa del Egipto más grande, amo del mundo de entonces, al menos en aquellas latitudes, cuando tienen lugar los hechos que nos traen a cuento.

Es en un Egipto en el que el dios local de la región Tebana, Amón, dirige la vida religiosa del imperio como divinidad con carácter casi absoluto sobre las demás divinidades que de alguna manera se convierten en hipóstasis del dios imperial, ello sin menoscabo de que las otras deidades tengan también sus cultos ancestrales. De todas maneras a este mismo dios, tutelar de los reyes de esta época, para engrandecer su aspecto local hubo que contar con la aquiescencia del importante y venerable colectivo sacerdotal de Heliópolis (Anu). Una especie de concordato entre ellos y Tebas configuraron el nuevo estatus de Amón, desde entonces pasaría a llamarse Amón-Re. Con ello pasaba esta oscura divinidad, (Su nombre significa “El Oculto”, el que nadie puede ver), a principal entidad divina de la nación, alejándose también, por la importancia adquirida con esa prestación heliopolitana, de otras divinidades de la zona, como el dios guerrero Montú, y el itifálico Min, este último pasa a ser una de las manifestaciones de Amón. En fin, reyes y sacerdotes, como podemos deducir, juegan a su antojo con los dioses, estos son creados, cambiados y metamorfoseados, a gusto de la política más interesada. Todavía el Jesús cristiano es el producto, en una de las fases metamórficas, todavía no concluida, de estos antiguos mitos. No vamos a entrar ahora en el análisis de ello, por no ser incumbencia de este trabajo, solo diremos que divinidades agrarias, como Osiris, y estelares como Re o Mitra, así como otras muchas, en una especie de cóctel, dan origen a la síntesis de Cristo-Jesus. En pleno esplendor del Imperio Romano, cuando al calor de la confusión que producen la riqueza más ostentosa y el dominio del mundo. Es en estas circunstancias donde suelen cobijarse y desarrollarse todas estas ideologías místicas cercanas al absolutismo y al pensamiento único.

El dios Amón empezó su carrera ascendente en el Imperio Medio, los monarcas de este período comienzan ya a incluir en su nombre dinástico, a partir de la XI dinastía, primera del Imperio Medio, el nombre del dios tebano Montú. Son los Montuhotep, príncipes tebanos que ponen orden en el dividido país, unificándolo, poniendo fin al caótico Primer Período Intermedio, y a las dinastías de Heracleópolis la IX y la X, a partir de aquí se instaura la todavía tambaleante dinastía XI con el primer Inyotef (Sehertawy). La dinastía se asienta con Montuhotep I, y con ello el Imperio Medio. Es en la dinastía siguiente, ya abandonada la antigua capital de Menfis en favor de la lejana Tebas, quien ya definitivamente se convierte en el centro administrativo de los dos poderes, el temporal y el religioso. Los reyes de la siguiente dinastía, la XII, sino todos ellos, sí la mayoría, se llamarán Amenemhat (Amón-es-el-Primero) y Senwosret (Sesostris). El triunfo de Amón está conseguido desde el Imperio Medio. Después de superado el amargo período hickso, el reconocimiento de esta divinidad ya no conoce oponente, y al asimilar a su nombre el de Re, como Amón-Re, nadie osará ya, hasta el final del faraonato, incluido el confuso periodo ptolemaico, con su última representante Cleopatra VII, rivalizar con Él. Amón es el más grande, y faraón su único interlocutor, por ser él, el mismísimo dios encarnado.

Podríamos casi decir que en este refulgente Imperio Nuevo, y en la dinastía XVIII, si los Tuthmés llevan el nombre del dios Toth, los Amenhotep, esta refinada y brillante familia incorpora al suyo el de Amón, Amenhotep (El-Descanso-de-Amón), convirtiéndose casi en dios tutelar de esta casa. Fue el nombre de esta divinidad engrandecido con la erección de espléndidos templos por los faraones de este nombre, pero sobre todo por el tercero. Amenhotep III rindió tal culto templario al dios que a nuestra memoria acuden los nombres del templo de Luxor, su templo funerario en la orilla occidental del Nilo, el gran palacio de Malkatta y otras construcciones en las que el nombre de Amón es glorificado hasta la máxima dignidad, no solo en el ámbito celeste, sino también, como apoyo temporal a cualquier empresa que el faraón emprendiese.

Es en este caldo de cultivo de exaltación al dios ya imperial Amón, donde habría de tener lugar la gran revolución del nacido, como príncipe Amenhotep, cuarto de su nombre. Es este muchacho del que apenas se tiene noticia de su existencia, hasta casi el momento de su coronación, el que en compañía de su esposa Nefertiti, dan un mazazo, que pudo haber sido rotundo en el establishment bien forjado y asentado del sistema. No fue definitivo, por muchas cosas, pero en mi opinión, una de ellas debió ser el error de cálculo que el nacido Amenhotep, hijo de Amenhotep III, quizás debido a un exceso de juventud, no supo comprender, y esta era, el alcance del poder amonita. El clero oficial, una vez repuesto del duro golpe, caído casi por sorpresa, producido por el enorme proyecto del osado joven, en connivencia con la seguramente adorable y exquisita Nefertiti, puso fin al cisma de Akhetaten (Amarna).


II


Nuestros protagonistas, Amenhotep IV y su consorte Nefertiti, son los creadores del nuevo sistema en el transcurso del año quinto o sexto de su reinado. Es al menos en esta época cuando el monarca y sus seguidores rompen con el clero tebano, que era el poder en si mismo, y deciden fundar la nueva capital en un lugar puro, no hollado antes por el hombre. La ubicación de la nueva metrópoli se asienta en el Egipto Medio, en la actual Amarna, en la orilla oriental del Nilo, muy cerca del lugar donde el Dios Toth creó el universo, y que junto con Re de Anu y Ptah de Menfis, formaban la trilogía de divinidades genuinas de la creación, originadas en épocas muy lejanas, antes de la unificación. Allí fue donde Amenhotep IV, ya con el nombre cambiado, Akhenaten (Neferkheprure Wa´enRe), decidió construir su ciudad solar

En la corte refinada y sonriente del tercero de los Amenhotep, (Neb-Maat-Re), reinaba el esplendor y la magnificencia como seguramente no existía en ninguna otra corte, y quizás ni el mismo Egipto había conocido tal brillo, aún en épocas cumbre del Antiguo Imperio, ni tampoco en el cenit del Imperio Medio. La fastuosidad, hija de una riqueza sin límites, desbordaba a la aristocracia, religiosa o civil, militar o independiente, enseñoreándose no solo en la regia casta y sus allegados, si no también que todo el país disfrutaba de una holgura rayana en la abundancia. El magnífico palacio que el rey había mandado construir para su reina Tiyi, en la orilla occidental del Nilo, muy cerca del Valle de las Reinas, desafiaba toda imaginación. Malkkata sería el lugar de los lugares, donde el monarca y su familia disfrutarían de su estatus mortal cuasi divino, aislados de la muchedumbre ruidosa de Tebas oriental. La residencia era realmente una Ciudad Prohibida, solo tenían acceso a ella el personal que allí trabajaba, funcionarios, sacerdotes, y la corte, todos ellos elegidos entre las más distinguidas familias de la primera nobleza. Los jardines y todo el entorno eran una alegría para la vista y sus aromas elevaban el espíritu a través de la pituitaria, toda clase de árboles y plantas se reunían allí, tanto autóctonas como foráneas. El inmenso estanque que en pocos días se dispuso para el placer y disfrute de la divina consorte supuso un hito en la historia de estos hechos, no solo por la rapidez con que se llevó a cabo, sino también por la belleza de su acabado y la singularidad de sus formas. Como diosa Mut en el Asheru, Tiyi navegaría en su barca dorada por las aguas tranquilas y azules de su mar particular, que como turquesa engarzada en el oro del desierto y en el verde malaquita de la abundante vegetación, su divino esposo le había dedicado.

En este ambiente mullido y regalado debieron de educarse al menos las princesas, Satamón entre ellas, más tarde elevada por boda con su propio padre a primera dama del reino. De los hijos, concretamente de Amenhotep (El futuro Amenhotep IV, Akhenaten) no se sabe que haya sido educado allí, parece ser que muy joven aún, un niño de corta edad, había sido enviado a familiarizarse con el culto de Re en Annu (la On bíblica) al norte de la antigua capital de Menfis. Puede que en aquel ambiente de misticismo elevado e intelectual, reservado a sensibilidades visionarias y creativas, cuasi proféticas. Quizás era esta la propia naturaleza del joven príncipe, en la que también se encuadraba, a sus hechos me remito, una inteligencia superior que ya desde su infancia estaría dirigida por el altísimo clero heliopolitano, depositario de los grandes misterios solares, en donde el joven estuvo inmerso, posiblemente hasta la desaparición del primogénito, el príncipe heredero Tuthmés. De este príncipe tenemos alguna representación, como aquella de acompañar a su padre en los funerales nacionales del toro Apis, animal tótem de esa divinidad. También un pequeño sarcófago donde reposaban los restos momificados de su gato “Miu”, así como una pequeña fusta que formaba parte de la herencia familiar, depositada entre el ajuar funerario de Tutankhamen. A su muerte, sería su hermano Amenhotep (futuro Akhenaten) el que heredaría, entre otras cosas propias de ese cargo de sucesor, el de príncipe de Menfis y gran profeta del dios Ptah, patrono de esa ciudad, de los orfebres y artesanos, y creador del universo a través del verbo que expresaba de palabra el amor de su corazón.

Es muy probable que nuestro futuro Akhenaten no hubiera sido educado para reinar, y sí quizás para ser uno de los grandes sacerdotes del culto solar de Re. Yo me imagino que por ello nuestro hombre llevó a cabo la drástica reforma que tan agrias consecuencias tuvo, no solo para su familia, con la desaparición de la dinastía, si no también para el país. Fue la de él una revolución mística en todos los órdenes. De todas maneras le herejía atoniana, renovó de forma radical la encorsetada tradición del sistema. Llevó a cabo unas reformas de tal profundidad, que si en unos aspectos resultó funesta para el país, en los ámbitos artísticos, sobre todo en la plástica fueron decisivos y espectaculares, dignos de un cerebro y de una sensibilidad poco comunes, lo mismo que en el tema religioso, que aún después de la contrareforma amonita nunca las cosas fueron iguales que en los tiempos pasados. Todo resultó impregnado por la labor del rey hereje. Fueron muchos los esfuerzos por retornar a las antiguas tradiciones, y si bien se consiguió, de alguna manera la impronta de aquella aventura maravillosa, a mi modo de ver, dejó huella indeleble en un amplio sector, no solo de la población, si no también en algunos individuos del colectivo sacerdotal, quienes a pesar de la férrea dictadura ortodoxa, impuesta desde el poder de Amón, consiguieron sobrevivir y perpetuarse, y que quizás pasando por la forma esenia, en Qumran, hayan llegado hasta nuestros días representados por diversas colectividades místicas que probablemente desconozcan su origen, confundido para ellos por el largo correr de los años. La orden Franciscana pienso que algo tiene que ver con aquellos sacerdotes blancos de Atón. El amor que el santo de Asís profesaba a los animales y a la naturaleza en general, conceptualmente, al menos, no difiere en nada del bello “Canto a Atón”, compuesto por Akhenaten. No vamos a entrar ahora en esto ya que existen numerosas publicaciones con la traducción del texto.

La reina Tiyi, era la gran esposa real, la primera de entre todas las bellezas que poblaban el nutrido harén del monarca. Princesas de sangre real, llegadas de las cortes tributarias del País de las Dos Tierras, y aún de lejanos puntos, perdidos en los confines de las tierras bárbaras, adonde sin duda habría llegado el eco de la grandeza de Egipto. De todo este abundante gineceo fue elevada a primera dama del reino una hembra diferente. Amenhotep III, el gran Neb-Maat-Re, parece que había roto con la tradición regia. Tiyi, la reina, era de una raza diferente, al parecer nunca hasta entonces una mujer de pigmentación oscura había sido elegida como madre del heredero al trono del país hegemónico en el concierto internacional de entonces. Sin duda el escándalo hubo de ser sonado. El carácter provocador y arrogante del padre, a mi modo de ver, va a ser, tanto genética como ejemplar, heredado por el futuro Akhenaten. Las princesas, que supuestamente habían sido enviadas desde sus países por sus reales progenitores con la intención de que algún día se sentasen en el trono como divina consorte del dios vivo, el faraón, y convertirse por ello en la madre divina del futuro niño-rey-dios, enviarían a sus emisarios con noticias cargadas de ira y perplejidad, no podían comprender, el rey las había despreciado a todas. Los reyes tributarios, y los que no lo eran, pero que deseaban hacerse amigos del gran rey de Egipto (Kemet), y que habían enviado a su más preciado tesoro para halagar al grande y divino por excelencia, Neb-Maat-Re, estaban ofendidos, El-Hermoso-Sol-que –Brilla-Para-Siempre, Amenhotep III, había escogido de entre tantas e importantes bellezas a una negra, de la aristocracia del tercer nivel. Ni una sola gota de sangre noble con grandeza, ya no real, corría por sus venas.

El escándalo que se había organizado entre la corte y los sacerdotes debió haber sido de campanillas. ¡La negra gran esposa real!, Resultaba inaudito, nadie hasta entonces había desbaratado las líneas dinásticas de esta manera. Una negra, originaria de mas allá de Kush, de mucho más al sur de los confines del imperio, de las tierras selváticas, ignoradas, perdidas, de etnias salvajes, sin cultura, seres practicamente animalizados, de allí provenía la mujer que iba a ser la reina de Egipto, ¡la madre del dios!, ¡La consorte divina!. Aunque su casa familiar de cierta nobleza, y desde muchas generaciones atrás, actualmente estuviese ya en Egipto, en la zona de Akhmín. Pero sus orígenes, aunque fuesen lejanos, eran los que eran y no eran otros.

De que esta mujer era de raza negra se puede comprobar fácilmente con solo observar las diferentes representaciones que de ella existen en diversos materiales, pero con solo contemplar el retrato de la reina, tallado en madera de tejo, y que se encuentra en Berlín, Museo Egipcio, es prueba contundente. Es una cabeza trabajada al estilo de Amarna en el que la evidencia de esto es de tal calibre que no ofrece dudas. Representa a la reina Tiyi ya entrada en años, una mujer madura, sin duda una exótica belleza de color. La inteligencia se desprende de esa mirada segura y penetrante, bajo unos amplios, y ya pesados párpados, la nariz con sus ventanas negroides, y la boca formada por gruesos labios, con un rictus hacia abajo, que le confiere arrogancia y disposición para el mando. Tampoco el óvalo de este rostro ofrece dudas. Es la cabeza de una negra, sin duda perteneciente a una de las etnias más bellas de su raza.

Del rostro bello y redondo de pura raza blanca del tercero de los Amenhotep, y de aquella dominante belleza negra, que por otro lado tendría sus convicciones religiosas, al margen del sistema en el que se movía por imperiosidad obvia, habría de salir algo fuera de la trayectoria, quizás demasiado lineal, del encorsetado, e interesado ámbito faraónico, en el que el clero amonita era, sin duda, la cúspide del poder. Príncipes y princesas ¡mulatos!, Resultaba insólito, los negros siempre habían desempeñado otras labores en aquel mundo, pero nunca una negra se había sentado en el trono de “Las Dos Tierras”, y además con aquella arrogancia y aquel dominio. A sus espaldas se le nombraba como “La Negra”. Ella era consciente de las envidias, y sobre todo del odio que inspiraba, tanto por su raza como por su talante. Parece ser que incluso cierta ordinariez, desprendida, quizás de su indudable naturaleza sensual, molestaba continuamente, puede ser que aposta, a toda la corte. Su inteligencia, de todas maneras, supo utilizarla, según se desprende de su trayectoria, manteniéndose, incluso viuda, en un lugar de poder privilegiado.

En mi opinión, esta mujer fue la inspiradora, al menos en una parte importante, de la Herejía Amarniana, quizás nunca ella pensó en que la cosa se disparase de aquella manera, puede que sencillamente su intento, en el cual embarcó a su divino esposo “Neb-Maat-Re (Amenhotep III), fuese el de mermar el poder del ambicioso clero de Amón, que en realidad era el que gobernaba el Imperio, haciendo y deshaciendo a su antojo. Él, el clero amonita, entronizaba reyes o los deponía, según sus intereses. Las trepanaciones craneales y los venenos, eliminaban molestos monarcas por muy divinos que fuesen. Todas estas intrigas suelen ser más o menos normales en cualquier corte, pero el que la instigadora fuese una negra, esto resultaba intolerable.

Como quiera que fuese el asunto desembocó en lo que todos sabemos, en “El Cisma de Akhenaten”. El nacido Amenhotep IV (Akhenaten) era un mulato de carácter y sensibilidad mística, y que probablemente no soportaría las burlas que desde niño habría sufrido por causa de su piel oscura y sus facciones que le delataban como una raza inferior, según el pensamiento de la refinada corte de Tebas, su propia madre, la reina, era ofendida en su propia cara. Una naturaleza de las características del muchacho no soportaría todo aquello sin una respuesta.

De alguna manera ya se habían alejado de la bulliciosa Tebas, más capital de Amón, el gran dios imperial, que del rey. Habían puesto el río de por medio, el Nilo, como ya antes habíamos dicho. Se construyeron la magnífica ciudad-palacio de Malkatta, en la orilla occidental, más allá del valle. Para mí, esto es como los prolegómenos de la gran escapada, y la fundación de Akhetaten (Amarna), en el Egipto medio, lugar nunca tocado por el dios Amón, muy cerca del área de actividad del gran dios Thot. Aquí en Akhetaten, la ciudad del sol, brilló y terminó aquella aventura iniciada, de alguna manera, por la reina negra y su esposo Amenhotep III, y llevada al culmen y caída por el segundo de sus hijos varones Amenhotep IV (Akhenaten).

Desde luego, si es cierto, y yo así lo creo, que el joven príncipe había sido enviado a instruirse, al centro neurálgico de la teología solar de Heliópolis, así como a la escuela sacerdotal de Hermópolis, no nos cabe duda alguna que el joven habría sido adoctrinado, por los sacerdotes de Re, en el rencor al dios advenedizo Amón de Tebas, cuyo clero, de alguna manera, habría rebajado la importancia que desde la antigüedad más remota, en la teocracia faraónica, detentaba Re, la divinidad heliopolitana. Lo mismo la capital del Egipto unificado, o de las Dos Tierras, siempre había estado ubicada en el norte, nunca en un territorio tan alejado y silvestre, como era el sur.

Conocedor también de los profundos misterios de Hermes (Thot), aprendidos en el seminario de Hermópolis, habría de contemplar con desprecio la teología amonita que solo buscaba el poder y el oro. Eran, más que sacerdotes de un dios espiritual, bondadoso y creador, aquel clero de Amón, sabandijas insaciables de bienes temporales, gobernando como amos terrenales desde el gran templo imperial del Karnak.

Sin duda, con el espeso caldo de cultivo que contra Amón se encontró, después de la desaparición del primogénito, el príncipe Tuthmés, a su regreso para la corregencia, en la corte de su padre, combinado con la experiencia acumulada en Heliópolis de aversión al dios tebano a cuyo nombre, el clero amonita había añadido el de Re, en el resultado espurio y ofensivo de Amón-Re, determinaría en el joven Amenhotep IV la gestación de aquella sin par apostasía.

Hay que decir en honor a la verdad que fue a un rey negro, Akhenaten, (Amenhotep IV), y a su morena familia a quien le cupo el honor y la grandeza de crear una religión de corte monoteísta de la cual él era su único profeta, el encargado de transmitir a los hombres el mensaje de su único dios, cuya fuerza se manifestaba en el disco del sol, “EL ATEN” (El Disco). Transformó radicalmente todo un sistema de muchos siglos de trayectoria, casi inamovible, pero era de una raza que ofendía el espíritu xenófobo de una clase dirigente que no admitía intromisiones de este calibre. La reforma de este hombre, y de sus seguidores, que no eran pocos, fue total y absoluta. Tocó y transformó todos los aspectos de una tradición, que por ser divina debiera de ser inalienable. Nada se resistió a tales cambios, todo ello debió de resultar fascinante, sumamente atractivo. Al dios Amón y a toda la jerarquía amonita, seguros de su intocabilidad, en su soberbia prepotente, tardaron en reaccionar, aunque al final consiguieron destrozar, lo que pudo ser, una de las más bellas y audaces aventuras que el ser humano haya realizado desde que está sobre el planeta.

Hace escasamente un mes (noviembre 1998), viajando en el metro de New York, justamente en los asientos de enfrente se sentaba una hermosa muchacha de unos quince años de edad, al fijarme en su cara mi perplejidad fue total, era un rostro exactamente igual a Meritaten, una de las seis hijas de Akhenaten y Nefertiti, todas ellas guardaban un gran parecido entre sí. A hurtadillas iba observando las deliciosas y armónicas facciones de la muchacha, yo estaba arrobado, no solo por la belleza de aquella adolescente, si no también por el enorme parecido con las princesitas amárnicas, de las que existen representaciones de una factura artística magistral, en el estilo característico amarniano, salidas sin duda del taller de Tuthmés, lo mismo que el hermoso busto de la reina Nefertiti del museo de Berlín. La exquisita belleza de esta mujer de raza blanca fue madre de estas seis preciosidades de graciosas formas, y juguetones ademanes, y cuyo padre era nuestro revolucionario, el negro Akhenaten, hombre de una rara y estrafalaria belleza. Fue allí, en el metro de New York, en donde me di cuenta de que aquella muchacha mulata debía de pertenecer a la misma etnia que la reina Tiyi, abuela de las princesitas de Amarna.

Este trabajo era una idea que desde hacía ya algún tiempo bullía en mi cabeza, aquella anécdota de finales de noviembre de mil novecientos noventa y ocho, en el “subway” de la “Gran Manzana” confirmó mis sospechas en torno al color negro y hermosas facciones de una parte importante de la familia atoniana.

En realidad la intención de este trabajo es demostrar el hecho, silenciado de alguna manera, me imagino que por intereses de méritos étnicos y de un malentendido orgullo de la raza blanca, de que la gran primera revolución, política, religiosa, artística y militar, podríamos decir que en todos los ámbitos humanos, fue debida a personas pertenecientes a una raza a la que occidente, y en general la raza blanca, siempre consideró, de manera general, inferior para ciertos desarrollos de carácter intelectual o artístico, así como también militar o político. No olvidemos que la revolución encabezada por Akhenaten removió hasta sus cimientos todo un concepto y un sistema ya muy arraigado, casi genético, diría yo, de la sociedad del Antiguo Egipto, desde el mismísimo faraón hasta las clases más humildes. Como ya apuntamos anteriormente, y aunque aparente paradoja, la población parece ser que se apuntó en masa al nuevo credo, y no solo ella, si no también la corte, practicamente al completo. Solo el poderoso clero del dios Amón permaneció al margen del cisma, si bien algunos cargos de importancia en la jerarquía amonita se pasaron también al nuevo pensamiento del Egipto de Akhenaten. Una de las intenciones básicas de su revolución, todavía hoy sigue en auge, y por desgracia no conseguida, era el pacifismo entre los pueblos, incluida la desaparición de fronteras políticas. Él, el negro Akhenaten pretendió asimismo, parece ser, el igualar a todos los seres, incluso las demás especies, ante la divinidad única de Atén, el disco que desde las alturas desparrama sus rayos cálidos terminados en manos que acarician al rey y a su familia, y que él el profeta único de Atén, se encargaría de transmitir, como gran pastor del rebaño humano, a todas las gentes del orbe, fuesen del país que fuesen. De cualquier manera al desaparecer las fronteras, con la nueva política del rey-profeta, no existirían más países, solo uno, lo mismo que su dios. En lo militar, puesto que no habría que defenderse de nadie, los ejércitos serían licenciados. Esta maravillosa idea, como no podía ser de otra manera, debido a las ambiciones y soberbias individuales, se vino abajo. El maravilloso Akhenaten, y digo “maravilloso” en su más genuina acepción, probablemente, emborrachado de su idea la dio por aceptada, por la bondad y generosidad de la misma, emprendiendo su cruzada pacifista, aunque tuvo, hay que decirlo, momentos de agresividad contundente contra el clero de Amón y sus seguidores. Cosa esta siempre necesaria, aunque cruel muchas veces, para emprender una aventura de estas características. Pretendió un imperio universal regido por su dios a través de su profeta único que era él mismo. En su soberbia jamás, que se sepa al menos, nombró sucesor. Una especie de universo de rebaño, pretendido por el catolicismo papal del Vaticano. Una teocracia que gobernase el mundo. Es muy posible que el ejemplo de la fracasada obra de Akhenaten haya inspirado al cristianismo postconstantiniano, ya cesarista y papal, y servido al pontífice de Roma, líder de la cristiandad católica, para intentar colonizar, cristianizando a todo el mundo, a través de su ejército de misioneros apostólicos. De ser así, desde aquí, advertimos a Roma de su error. Ni estamos en la Edad del Bronce Tardío, ni desconocemos lo sucedido en estrafalarias y desastrosas experiencias teocráticas, ocurridas desde entonces hasta ahora. Desde luego el pensamiento único y religioso universal, que intentaba imponer Akhenaten, lo mismo que los líderes cristianos, de conseguirlo, destrozarían la pluralidad y la riqueza propias de la naturaleza humana, al someter todo, y con violencia inquisitorial, a su fanatismo doctrinal. Sería la mayor desgracia para la humanidad. Y a los hechos, que aunque, no por esporádicos, o limitados geográficamente, menos fatídicos, me remito. Las experiencias religiosas, en casa de cada uno, y en el templo correspondiente. Y que no abunden. Yo ciertamente, no me trato, al menos seriamente, ni con entidades divinas ilusorias, que lo son todas, ni con sus sibilinos artífices y sostenedores, ni con sus hechiceros divulgadores y fantasiosos que las amparan y protegen. Como el globo de fino látex da cobijo al humo, hinchándose con fuerza, y una vez estrangulado su extremo, aparentando que en su interior vive algo tangible, inteligente y maravilloso, así son también todos, y sin excepción, esos dioses que nos presentan, globos llenos de aire o de humo, creados únicamente con la intención despiadada, de manipular a su antojo e interés a una humanidad temerosa por cobarde o ignorante, y aterrorizada con las inexistentes penas de un quimérico infierno.

Después de la digresión, retomaremos lo nuestro acerca de Akhenaten. Su dios no tendría representaciones mórficas, solo la energía vital emanada del demiurgo, y que penetrando al mismo sol, alcanzaría la tierra, de la cual todos nos beneficiaríamos por igual, ello resultaría en “EL DISCO” que preside con sus rayos, rematados en manos que acarician, de las que penden signos “Ankh”, cruces ansadas de vida, toda la obra de imaginería del rey.

Sería su propio hermano, Nacido Tutankhaten, (Tutankhamen), el negrito criado y educado en Akhetaten, la ciudad del disco, probablemente por Nefertiti, seguidora de las ideas del rey desde el principio, el encargado de volver a la ortodoxia, y regresar con la corte a Tebas, donde con gran pompa se celebraron los festejos de coronación , en el gran templo de Amón, y los desposorios con su sobrina, nacida Ankhesenaten, (Ankhesenamen), esta princesa resultaba ser asimismo su cuñada, ya que había sido desposada por su propio padre Akhenaten, por lo tanto era (Christianne Desroches Noblecourt) sobrina esposa y cuñada del ya Tutankhamen.

La extraordinaria hazaña del hereje negro de Amarna, terminó en un baño de sangre y represiones, con encarcelamientos y penas capitales sumarísimas, los odios, venganzas y rencores desataron en el país toda clase de desmanes, y aquella idea brillante y humana, cuasi divina, que pudo cambiar el curso de las relaciones humanas y sus hechos, en poco tiempo se olvidó, no había en ella, quizás lugar para que los ambiciosos y soberbios desarrollasen sus delitos una vez alcanzado el poder. Todo se vino abajo. El poder fascista, dictatorial y opresor de Amón volvió a enseñorearse de tierras, animales y hombres, todo volvía a pertenecer al insaciable clero del advenedizo dios imperial, cuyo sistema es probablemente ancestro del catolicismo. El ubérrimo país del Nilo volvía a pertenecer a los codiciosos sacerdotes de Amon, aquel que años atrás había sido una divinidad menor y perdida en el nomo tebano, Tebas (Waset, el nomo número IV del Alto Egipto), más tarde Dióspolis Magna.

Nunca se ha aclarado lo suficiente el porqué esta familia fue suprimida de las listas de reyes posteriores, tanto de la del templo de Sethi I en Abydos como de la de su hijo Ramsés II en su templo de la misma localidad. Se han conjeturado varias posibilidades, con las que podremos estar o no de acuerdo, pero para mi no hay duda de que una de ellas es que era una familia de mestizos, y sobre todo la magnitud de su reforma había puesto en peligro la continuidad de un sistema propicio a las clases dirigentes, sobre todo dentro del clero amonita. Todo ello sin duda demuestra, según nuestra reflexión, entre otras cosas, un carácter probablemente racista y conservador en la línea de gobierno divino sostenida por el faraonato. Aunque también es cierto, que la raza negra, no era desconocida, desde la antigüedad más remota, en el desempeño de cargos públicos en todos sus niveles. Ahora bien, el que la más elevada magistratura del reino, el divino faraón, fuese de esa etnia, no era corriente, y que encima ese ser divino resultase un revolucionario extremado, que hiciese tambalear todo el sistema, sin miramientos, debió considerarse como algo intolerable.

Quiero terminar diciendo que fue un negro el artífice de lo que pudo ser, si no se hubiese interrumpido, la mayor y más brillante idea que un solo cerebro humano haya concebido y realizado, con la compañía, ciertamente, de su reina, en tan corto espacio de tiempo. Lo cambió todo, pero el ser humano, ni en aquella lejana época (S. XIV a.d.C.) ni en la actualidad está preparado en su mayoría para ello, por esto fracasó. Todavía la codicia y la mala ambición dominan a los gobernantes, a los príncipes y, en fin, a todos los poderosos y a nuestra especie humana en general. Sigue habiendo cerebros y sensibilidades nacidas con estas cualidades, pero son pocos los individuos que poseen esta naturaleza visionaria y de bondad extrema, acompañadas del coraje necesario para emprender una reforma social de tal envergadura.

Ciertamente la bondad se le supone al rey Akhenaten, pero sus intereses políticos y aún dinásticos marcan también toda su trayectoria en la formación y desarrollo de su teoría político-místico-religiosa. No olvidemos que sujetó todos los poderes, de manera firme y sin discusión, a la autoridad de su persona. Un monoteísmo que de alguna manera pervierte la democracia divina convirtiéndola en la tiranía o dictadura de un solo dios, del cual él, el rey, como ya hemos dicho era profeta único. Muchos siglos más tarde, otro hombre, Mahoma, el profeta de Alá, retomará, en algún aspecto la línea del profeta único del dios, pero con la práctica, a veces, de la crueldad más sanguinaria para imponer su doctrina en aquellas sociedades, ya propias o extranjeras, remisas a su aceptación. Aunque no hay que olvidar también, que las prácticas utilizadas por Akhenaten en la implantación de su credo, fueron crueles, muchas veces, hasta lo increíble. Tal era su fanatismo. Quizás francisco de Asís en la profesión de su amor a la naturaleza nos recuerde de alguna manera a nuestro hombre, no olvidemos el maravilloso “Himno a Atén” que él mismo compuso, y que ciertamente es un sentido canto de amor a toda la creación.

La bondad, o mejor dicho, una bondad particular para con aquellos que se adherían a su credo sin discusión, pero contundente en los castigos para quienes lo rechazaban, o eran sospechosos de falsedad. Como ya hemos dicho, se le supone a este hombre, esa bondad, y como no, a su esposa. Él, desde luego, como ya hemos visto, de una sensibilidad y coraje extremos. Todo ello se deduce de la obra por esta pareja realizada, y algunos de cuyos restos hasta nosotros han llegado, aún después de que los faraones siguientes, los instalados ya en la ortodoxia amonita, se encargaran de destrozar todo aquello que recordase su nombre y su obra, ensañándose en la destrucción de sus realizaciones arquitectónicas y de otros ámbitos, suprimiendo incluso su nombre y el de toda la familia amárnica de todas las inscripciones, ya en piedra, papiro o en cualquier otro soporte, condenándolo por ello a la no existencia, alguien que jamás hubiera tenido entidad física, desapareciendo por ello de las listas reales no solo él, si no también todos los monarcas que de alguna manera tuvieran algo que ver con la “ Reforma Atoniana”, entre ellos el joven Tutankhamen, su predecesor y hermano, Smenkhare, y el sucesor del anterior, Ay. El clero de Amón, vengativo y cruel se enseñorea del poder de manera absoluta y total. relegando el profundo y revolucionario cisma monoteísta a una especie de mal sueño, a una pesadilla que solo existiese en la mente colectiva de un grupo de perturbados, y fuera de la “Maat”, la gran armonía cósmica.
De todas maneras no hay que olvidar sin embargo que este monarca pudo llevar a cabo tal dispendio económico para emprender y realizar su obra al haber subido al trono y poder contar con la desbordante riqueza que en tiempos de su padre Amenhotep III, se había acumulado en las arcas del estado. El embrión de toda aquella revolución herética, de todas maneras, debemos inscribirlo en el ambiente de rechazo al poderoso clero de Amón, que se vivía en la corte de Amenhotep III, y que rivalizaba en poder y patrimonio con el mismísimo monarca. Esto era algo intolerable y peligroso. Un estado paralelo. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que Amenhotep III fue, con mucha diferencia sobre los demás monarcas de la época, el hombre más rico de la antigüedad

Es imposible aún emprender la obra, o más bien retomarla, porque individuos hubo, reales o míticos, siempre escasos, pero ejemplos tenemos en el correr de la historia, Buda, Jesús, en el caso de que haya existido, y otros, que han dejado la huella maravillosa de un mensaje de hermandad entre todos los seres, no exclusivamente humanos, si no de cualquier otra especie.

Amón al recuperar su poder no volvería a permitir otro oponente que pusiera en peligro su hegemonía, y con mano dura y sanguinaria descargó su castigo sobre todos aquellos que hubieran tomado parte en aquel asunto innombrable, ya fuese directa o simple sospecha, como la peor de las inquisiciones, valía la traidora y falsa denuncia secreta, la delación, una de las más bajas y viles acciones de la especie humana era pagada a precio de oro por el clero del dios imperial con tal de levantar, para beneficiársela, las fortunas y patrimonios de personas inocentes que de alguna manera habían permanecido al margen de todo, cosa que se miraba como simpatizante de la “Revolución Amarniana”, pero el motivo real era el que habían sido envidiadas desde tiempos muy anteriores a la herejía, término único empleado para nombrar, en casos estrictamente necesarios, a la “Gran Reforma”. La codicia del clero de Amón no conocía límites, por otro lado las circunstancias le eran propicias para cometer toda clase de crímenes, propios por demás de todos los credos poderosos. Así, con estas acciones, destruían y conjuraban el peligro que para ellos suponía el poder de influyentes familias cuyos nobles orígenes venían de la más lejana antigüedad, otorgados sus títulos por reyes, ya que en algunos casos habían contribuido, colaborando con sus monarcas, a la liberación del país ocupado por abominables extranjeros. El clero del dios tebano, a partir de ahora, gracias al la confusión creada por ellos mismos, caldo de cultivo para sus horrendos crímenes, se instala en el poder de manera indiscutible. Años más tarde, en la siguiente dinastía la XIX, Ramsés II en su intento de apartar al dios Amón del poder político, y siendo conocedor de la aventura de Akhenaten y Nefertiti, no se enfrenta directamente con el clero, sencillamente traslada la capital administrativa al nordeste del país, al delta, a la ciudad de “Pi-Ramsés” (Casa de Ramsés), que él mandó construir, a la manera de nuestro Akhenaten, pero, lo más alejado posible de Tebas, dejando a esta como capital espiritual del país, ocupando el espacio que siempre, desde los inicios mismos, y aún antes, de la historia faraónica, había detentado On (Heliópolis), en la zona del actual Cairo.

La codicia y el afán de poder y protagonismo de este ambicioso clero no tardó mucho en hacerse patente. El gran profeta de Amón, Herihor, bajo Ramsés XI (XXI dinastía), se apropia de los títulos reales y se convierte en faraón de Egipto gobernando desde Tebas al mismo tiempo que en el delta el rey era Ramsés XI. El mismo Herihor bautizó su gobierno como “La Época del Renacimiento”, “La Repetición de todos los Nacimientos”. Todo lo anterior era cosa espúrea. Lo mismo que el cristianismo católico, los millones de seres nacidos antes de su sistema, al no estar bautizados, no podían subir a los cielos y disfrutar de la presencia de su dios, después de la muerte. La misma locura corrió por la mente perturbada de Herihor. En fin, que se instala una dinastía eclesiástica, de corte católico papal, con su gobierno terrenal y sus estados pontificios, creando todos los problemas posibles al gobierno temporal de los reyes, que desde el norte intentaban recuperar el poder político sobre el sur. Más tarde se consiguió, aunque solo en parte, la sujeción de ese ambicioso clero, no sin graves hechos para el país y su ciudadanía. Esto es lo que sucede cuando se deja de vigilar y atar muy en corto, a una confesión o credo cuando esta se hace sospechosamente poderosa, se convierte entonces en la peor de las tiranías, en la peor de las pestes, la dictadura que se ejerce en nombre de dios. Por lo tanto, la ley que imparten queda automáticamente fuera de cualquier control humano, al provenir, como ese tipo de clero afirma, y por tanto, y bajo las órdenes de ese dios, pueden cometer toda clase de desmanes, ya que todo se hace por designio divino, y nadie, ni reyes ni emperadores, transcurrido el tiempo necesario, una vez adoctrinados, podrán discutir los dictados de los representantes de ese inexistente dios. Hace su aparición con estas premisas, la glorificación sin paliativos de ese clero.

Con todas estas cosas, y aún otras, quiso nuestro Akhenaten acabar y hacer que el mundo en que vivimos fuese mejor, aunque a su manera, y la riqueza y la cultura tuviesen un reparto más equitativo, y que la especie humana tuviese los mismos derechos, sin clases ni privilegios, ya que si todos éramos hijos de una misma y única divinidad, todos los beneficios de la creación estarían al alcance de todos por igual. Esta parece ser la regla que aquel hombre intentó dar a la humanidad, un código a la medida de la “ MAAT”, la “JUSTICIA” por excelencia, la armonía universal, gracias a la cual toda la creación es perfecta, todo está en su sitio. En ello se basaba la profunda reforma elaborada por su genio, aunque su bondad y generosidad fuesen muy particulares y discutibles.

No olvidemos que él bajó de la grandeza majestuosa del faraonato para igualarse de alguna manera al resto de sus súbditos, aboliendo, como ya hemos dicho, la diferencia de clases, siempre dentro, claro está, de que la única clase saliente de todo aquel cisma, comulgase con sus postulados.

La obra que emprendió ya sabemos que no es fácil, y aún así triunfó, no solo como teórico, si no que consiguió ponerla en práctica el tiempo que duró su reinado. Alrededor de unos quince años. El veneno, o quizás la trepanación, acabarían con su vida. Sus restos, nunca hasta hoy han sido hallados. Las conspiraciones y las intrigas que se cernieron sobre la figura y la obra de Akhenaten, realizadas por el servicio de espionaje del clero de Amón y sus partidarios, conseguirían introducir algún topo, con órdenes precisas, entre los servidores más cercanos del rey, quien, una vez conseguida la confianza del apóstata, buscaría la circunstancia propicia para cometer el regicidio. La codicia, la envidia y la mediocridad acaban con las grandes ideas La mezquindad de los mediocres ahoga toda posibilidad de convertir la existencia en algo destinado a ser disfrutado. La religiones, algunas en particular, y los mediocres, la mayoría de sus adeptos, son los que han querido convertir esto en un valle de lágrimas, por suerte no podrán jamás conseguirlo del todo, ya que existen mentes dispuestas de alguna manera a abortarles sus fines.

Creo por ello que la labor iniciada por el NEGRO Akhenaten nos llama desde la profundidad de los tiempos. Esperemos con paciencia por aquel, o más bien por aquellos, hombres y mujeres de bien, (no olvidemos que llevó a cabo su reforma con la participación directa y necesaria de su esposa, Nefertiti, compartiendo al cincuenta por ciento aquella ingente obra, y que además son los dos, la pareja, los artífices de todo el asunto, y con la misma importancia, sin cualquiera de ellos la reforma no hubiera tenido lugar) que recojan su testigo, no hijos de ningún dios, no queremos Mesías, ni militares al estilo soberbio y destructor de un Alejandro, un Julio César, o de un sanguinario Napoleón, ni salvadores místicos, él fue un místico, pero ciertamente las sociedades en aquella lejana época se movían dentro de esos parámetros, pero sin duda penetró el secreto de la perfección, y ello es siempre un atentado contra la canallesca que suele gobernar. Aunque, también hay que decirlo, la soberbia y el fanatismo personales no eran ajenos al personaje.

Las malas relaciones con su padre, así como la admiración que Amenhotep III despertaba en su hijo, debido, entre otras cosas, a lo deslumbrante de sus actos cinegéticos, llevaron al adolescente a tratar de superar a su progenitor de manera desmedida. Si el padre ya se había alejado del clero de Amón con la construcción de la ciudad palacio de Malkatta, al joven inexperto eso no le bastó. Atacó de frente y casi por sorpresa, sin calibrar el poder de los sacerdotes del dios de Tebas, al mismísimo Amón, al dios imperial.

Ordenó el cierre primero, y luego la desaparición de todas las inscripciones de Egipto, el nombre de ese aborrecido dios Amón, y luego la demolición de sus templos, y de todos los de aquellos dioses que ya consideraba paganos.

Ordenó la construcción de sus propios templos, en honor a su dios Atón, el disco, bajo su estricta dirección, y según un modelo preciso de su propio cuño. Renovó, o mejor dicho, cambió la milenaria línea artística según sus gustos y necesidades místicas, poniéndolo todo patas arriba. No hubo cosa alguna que él no cambiase. Su genialidad no tiene, en mi opinión al menos, parangón en la historia. Aunque cambios hubo en el devenir de los tiempos, siempre fueron dados por circunstancias y debidas a muchas cabezas pensantes, y siempre además con cierta prolongación en el tiempo. Él, Akhenaten, lo hizo prácticamente solo y de un plumazo.

Las once estelas con las que demarcó su ciudad santa, Akhetaten, la ciudad del sol naciente, dispuestas en ambas margen del padre Nilo, y en las que dice entre otras cosas, que jamás saldrá de sus límites, considerando que solo aquel territorio estaba limpio de mancha, dejan bien a las claras su intención de una llegada sin deseo alguno de retorno. El desprecio a Tebas, a sus gentes, y a su dios, queda patentizado con la construcción de su ciudad, aunque también santificó todo el territorio de Egipto con los templos que levantó a su dios particular y universal por todo el país.

Aquellos sacerdotes de Amón, cuando tras su desaparición, recuperaron el poder, nunca perdonaron al hereje. Toda la obra que realizó fue destruida con la misma saña y crueldad que él empleó para la destrucción de los anteriores. En la restauración de la ortodoxia iba implícita la desaparición de todo resto de aquella herejía demoníaca. Venganzas, rencores y odios religiosos. Son indudablemente los más peligrosos y destructivos para la armonía y convivencia pacífica entre los seres humanos. El fanatismo religioso, del color que sea, jamás perdona, ya que profundamente dicen hacer caso a su dios, quien, o bien, según ellos, les habla directamente o a través de mensajes recibidos de mil maneras, y les ordena realizar tales cosas. Y si ese fanatismo religioso va acompañado de gobierno terrenal con estado físico incluido, entonces el peligro resulta doblemente grave.


Eduardo Fernández Rivas
Fiunchedo; 16-12-1998









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